Papirolas Argentinas... ¿por qué?

El arte de la papiroflexia –palabra castellana para el japonés origami– se considera con frecuencia una disciplina menor, más afín al ámbito escolar y del entretenimiento baladí que al de las aspiraciones artísticas. Es, sin embargo, una práctica creativa por derecho propio, y en los momentos de la historia en que su exploración se vio favorecida no tardó en enriquecer con fecundos frutos el acervo cultural de nuestra especie. En Argentina, sin ir más lejos, el siglo XX vio grandes avances en el desarrollo de este arte, con papiroflectas de renombre como Ligia Montoya, el Dr. Solorzano y Adolfo Cerceda, cuyos aportes son casi desconocidos dentro del país pero les han valido un gran respeto de la comunidad internacional. A ellos, y otro puñado de notables, debemos la mayoría de los modelos –”papirolas”, “origamis”, “diseños”– que evocan a animales y plantas de nuestra región. Se trata de plegados delicados con niveles variados de complejidad, que acompañados por sus instrucciones permiten a cualquiera construir en poco tiempo un ñandú, un carpincho o una llama, y tener así consigo una parte de nuestra tierra.

Una papirola de un carpincho sobre fondo gris

En el presente, sin embargo, la papiroflexia argentina atraviesa una meseta. En la mayoría de los casos, las publicaciones que enseñaban a plegar aquellos diseños de mediados de siglo nunca se reeditaron, y la emergencia de nuevos papiroflectas es infrecuente: una situación que contrasta notoriamente con la de países del Norte, donde el desarrollo de la disciplina continúa sin pausa, y centenares de nuevos modelos se publican cada año en revistas y plataformas especializadas. Este escenario sugiere una gran oportunidad para artistas nacionales interesados en el papel, invitándolos a combinar las peculiaridades de nuestra variadísima fauna local con las novedosas técnicas de plegado que cada año surgen en Europa y los Estados Unidos, para dar lugar así a una nueva generación de papirolas argentinas.